Veinticinco caras morenas, en las que no puedo descubrir los sentimientos, me miran desde los bancos. Pienso que esto no me está ocurriendo a mí, un muchachito maestro rural de dieciocho años aún no cumplidos.
Me levanto de la silla del escritorio y me dirijo al pizarrón, en el que escribo mi nombre. “Ése soy yo”. Veinticinco caritas impasibles me miran. Ignoro qué es lo que dije o pretendí enseñar ese día de mi estreno como maestro. Recuerdo que no logré de ellos respuesta alguna.
Al terminar la clase del día, los chicos formaron ante la bandera, la que fue arriada. El “hasta mañana” tuvo su eco: “hasta mañana, señor”. La fila comenzó a desgranarse. “Que les vaya bien”, agregué y me volví al aula, sentándome al escritorio.
Con asombro vi que los chicos me habían seguido y se ubicaban en los bancos. Entonces lo entendí: del idioma castellano ellos sabían el “hasta mañana”, pero no más que eso. Me quedé mirándolos, abrumado. Nunca en mi vida he tenido como aquella vez tal impresión de sentirme rebasado. Me levanté y comencé a caminar entre los bancos. No sabía qué hacer. En una de las pasadas, Lula me tomó la mano y me sonrió. La calidez del gesto y el contacto con esa manita me hizo comprender que “Eros pedagógico” es, simplemente, amor, mutuo amor.
Encaré al grado nuevamente: “hasta mañana, señores”. Los chicos se fueron.
(Fragmento de "Shalacos", Jorge W. Ábalos - 1975)
11 de septiembre | Feliz día del Maestro (...tarde pero seguro!)
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