sábado, 26 de marzo de 2011

El instante decisivo

En el Centro Borges (Capital Federal) se exponen 70 obras en blanco y negro de grandes maestros de la fotografía del siglo XX, entre ellos los franceses Henri Cartier - Bresson y Robert Doisneau. "Es igual de importante traerle a la gente evidencia de la belleza del mundo natural y del hombre como es darle un documento de fealdad, miseria y desesperación", se lee en negras letras ante un fondo blanco, la cita del célebre fotógrafo y ecologista Ansel Adams, en una pared de la muestra Blanco & Negro, Grandes Maestros del siglo XX, que ocupa la sala 23 del Centro Cultural Borges. En el muro de enfrente se hospedan los ojos atribulados pero vacíos de un soldado en la Guerra de Vietnam. A su lado, una mujer en Biafra, piel y huesos, sostiene a su hijo, que trata de alimentarse, tal vez infructuosamente. Ambas fotografías pertenecen a Don Mc Cullin y fueron capturadas en 1968. La selección de imágenes de la Colección Smith permite al visitante pasear entre antagónicos sentimientos y muy diferentes paisajes, contextos y tiempos. Todos imperdibles. Las obras Mineros galeses y Niño colgándose de un letrero en las calles Colwell y Pride, de Eugene Smith, conmueven al instante por su belleza estética y la sospecha de la historia que existe detrás. Sebastiao Salgado con Témpano cerca de las islas, Robert Doisneau en El beso en el Hotel de Ville, el Buenos Aires de la década del 30 de Horacio Coppola y las primeras vistas de Machu Picchu obtenidas por el peruano Martín Chambi deleitan al observador. Karsh y Cartier-Bresson También pueden contemplarse el retrato de Winston Churchill tomado por Yousuf Karsh, o la legendaria imagen de Ansel Adams Salida de luna, Hernández, Nuevo México. Sin dudas, el fotógrafo contemporáneo Diego Ortiz Mugica encanta con sus paisajes, donde logra esa gran variedad de tonos y texturas que atraen al espectador a observarlos por horas. Acequia de Colonia Suiza, Trascendente y Brazo Rico son algunas de las impactantes fotografías que muestra. Por último pero ineludible, el impecable trabajo de Henri Cartier-Bresson, que ratifica, una fotografía tras otra, su obsesión por captar aquel "instante decisivo". "Lidiamos con lo desvaneciente; una vez desaparecido, no hay forma de recuperarlo. No se puede revelar e imprimir un recuerdo", afirmó hace ya muchos años. La muestra, compuesta por 70 obras, incluye además fotos de Elliot Erwitt, Alfred Eisenstaedt, Sebastián Rich y Alfred Stieglitz, constituye un testimonio y una crónica inestimable de un mundo cambiante y dramático. La exposición puede visitarse hasta el 24 de abril, en el Centro Cultural Borges (Viamonte esquina San Martín). De lunes a sábado, de 10 a 21, y domingos, de 12 a 21. Fuente: Diario La Nación on line

Embajada de Francia en Argentina

Février 2011
Déjeuner-buffet à l´Ambassade de France.

AF Rafaela: Maria Delfina Barreiro (Presidente), Maria B Meynet (Directora) y Julieta Trivelli (Rep. Cultura)
www.embafrancia-argentina.org/


M. Jean-Pierre ASVAZADOURIAN, Ambassadeur de France en Argentine

lunes, 7 de marzo de 2011

Mucho más que un beso

Doisneau fue el autor de una fotografía emblemática, ‘El beso’. Aquella instantánea tapó el resto de sus fotos de un París mítico. El fótografo de la gente corriente recibe hoy en una gran exposición el reconocimiento francés, 12 años después de su muerte.
DIARIO EL PAIS



La foto de una pareja besándose ondea en el cartel de la exposición París en libertad. Aquel retrato se hizo allí mismo, ante el Ayuntamiento de la capital francesa hace más de medio siglo. De la trasera de ese mismo edificio parte ahora la cola de viejos y jóvenes que esperan horas girando por la calle de Rivoli para poder ver las fotos de Robert Doisneau en la que es la muestra estrella del otoño en la capital francesa. La larga espera es una suerte de homenaje, 12 años después de su muerte, al hombre que fabricó con El beso un icono, la Mona Lisa de la fotografía. Francia ha hecho de su célebre Beso un fetiche nacional. El retrato de Doisneau fue el protagonista de la campaña para los Juegos Olímpicos 2012 de París. Es un emblema, y Doisneau, otro. Una cincuentena de escuelas llevan su nombre en Francia. Se le han dedicado más de un centenar de libros y varias películas. Su obra adorna millones de tarjetas postales, de agendas y calendarios, y del cartel de El beso se han vendido más de 500.000 ejemplares en todo el mundo. Doisneau llevó bien esta popularidad tardía: “Todo antes que la indiferencia”, solía decir.

La doisneaumanía alcanza también a los originales de sus fotos. En la galería Claude Bernard, de París, sus fotografías oscilan entre 6.000 y 8.500 euros, excepto El beso, que alcanza los 25.000 euros. Algo insospechado para un Doisneau que vivió modestamente, en su apartamento de siempre, en Montrouge, en las afueras de París, desde 1937 hasta su muerte, entre sus negativos, mientras el mundo que captaba se extinguía lentamente. Porque en la vida de Doisneau, la fotografía lo era todo, las veinticuatro horas del día.

Robert Doisneau (Gentilly, 1912 - París, 1994) fue durante seis décadas un pescador en las aguas tranquilas de la gran ciudad inamovible. Pacientemente esperaba el milagro. “Yo no he visto pasar el tiempo, estaba demasiado ocupado en el espectáculo permanente y gratuito que me ofrecían mis contemporáneos en cuanto se presentaba la ocasión de capturar una imagen al pasar”, afirmaba quien tenía a gala atrapar “los gestos corrientes, de gente corriente, en situaciones corrientes”. Doisneau nunca ridiculizó a quien fotografiaba. Su mirada captaba lo mejor, la ternura, la sonrisa. Fue ante todo un hombre bueno, que hizo de su pasión por atrapar la vida, un arte. Su timidez fue la clave de su éxito. Como temía acercarse a la gente, Doisneau renunciaba a los primeros planos. “En mis imágenes procuro encontrar en los personajes un espacio interior por donde corra el aire; es lo que en definitiva le da la vida a una fotografía”.

“La fotografía es la mirada. O se tiene o no se tiene”, aseguraba el también fotógrafo Willy Ronis. Doisneau la tenía sin duda alguna. El ojo de Doisneau logró algunas de las más bellas páginas de la historia de la fotografía. Entre ellas, su inevitable Beso, de 1950, una narración visual con una fuerte carga simbólica: el beso de dos amantes representaba la esperanza de futuro de unos jóvenes en una Europa traumatizada tras la II Guerra Mundial.

El paseo imaginario por el París de Doisneau que recrea la exposición es a la vez un recorrido por el tiempo. De 1934 a 1990, cada instantánea atrapa al espectador por la extraordinaria modernidad del artista. Las calles de París, con todas sus mutaciones, son las protagonistas del trabajo del que fuera un impenitente paseante, armado los primeros años con una Rolleiflex –una cámara legendaria que le permitía a Doisneau esconderse: “La nariz dentro del visor me permitía una actitud respetuosa, casi una genuflexión, algo que convenía a mi timidez”–, con una Leica después. Todo está en las fotografías de Doisneau. La Resistencia, la guerra, la bohemia, la intelectualidad. Fotos de encargo o improvisadas en el estudio-vivienda familiar de Montrouge, pero también fotos sacadas del pulso cotidiano de la ciudad con la paciencia infinita de un buscador de oro.

Aprendió fotografía leyendo las instrucciones de las cajas de emulsiones para revelar. Sus comienzos como grabador le llevaron a trabajar a los 18 años con André Vigneau, un artista que lo fue todo para él: “Cuando yo empecé, nadie conocía a nadie. No había revistas que difundieran la obra de los fotógrafos más interesantes. Por eso, la única persona que me influyó fue Vigneau. Era formidable: escultor, pintor, fotógrafo” (El País Semanal, 1991). Posteriormente fue fotógrafo industrial y de publicidad en la factoría de Renault, de donde fue despedido por “sus escasas apariciones en el trabajo, seguidas de largas ausencias”. Las calles de París tiraban de él y los días eran demasiado cortos como para encerrarse en aquella fábrica: “Desobedecer me parecía una función vital y no me privé de hacerlo”.

En 1939 se alistó en la Resistencia francesa y sus fotografías sobre la ocupación y liberación de París dieron la vuelta al mundo. Terminada la guerra, trabaja junto con Cartier-Bresson y Capa. Se integra luego de por vida en la agencia de Charles Rado, Rapho. Fue un pionero en el arte de fotografiar a los personajes en sus lugares cotidianos: Giacometti, Sartre, Camus, Cocteau, Orson Welles, Juliette Gréco… “Mi foto es la del mundo tal como deseo que sea”.

En 1950, la revista Life encarga a la agencia Rapho un reportaje sobre los amantes de París. De ahí saldrá la serie Besos, y su obra más significativa, El beso del Hôtel de Ville. Un año después, Doisneau expone sus fotos en el Museo de Arte Moderno de Nueva York, MOMA. Luego, durante años, su obra pasará inadvertida. Los años sesenta no son buenos para la fotografía. La prensa se aleja de la instantánea humanista y llega una nueva generación de fotógrafos que nada tienen que ver con los anteriores. En los ochenta, el mito Doisneau resurge y su obra conoce un éxito arrollador en todo el mundo. Sin embargo, París y los parisienses han cambiado. “Los fotógrafos se han convertido en algo sospechoso”, dice, “la magia se ha roto”.

En 1993 su Beso fue llevado a juicio. Una pareja afirmaba haberse reconocido en la imagen y reclamaban su porción del pastel. Hasta ese momento, Doisneau hizo creer que aquella era una instantánea improvisada, pero cuando empezaron a aparecer mujeres y hombres asegurando ser los amantes de la obra y planteando demandas de derecho de imagen, aquella mentira no pudo mantenerse. Françoise Bornet, la real protagonista de la foto junto a su novio de entonces, Jacques Carteaud, decidió descubrir su secreto y vendió la copia de su foto que le regaló Doisneau a un coleccionista suizo que pagó por ella 155.000 euros. Doisneau se fijo en la pareja mientras tonteaban en un café y les propuso posar para él: “No es una foto fea, pero se nota que es fruto de una puesta en escena, que se besan para mi cámara”, reconocería más tarde.

El 25 de septiembre de 1993, Doisneau tomó su última foto. El 1 de abril de 1994, a la edad de 81 años, morirá dejando un legado fabuloso, más de 450.000 negativos, que sus hijas Francine y Annette cuidan celosamente. Y dicen que no pasa un día sin que una foto del gran Doisneau aparezca publicada en algún lugar del mundo.